Para comprender mejor este posteo, no te pierdas: Batad, las terrazas de arroz que valen un ojo de la cara.
¿Porqué al llegar nuevamente a Banaue sentimos esa urgencia de dejarlo lo antes posible? ¿Será que perdimos la costumbre a compartir la vereda con tantos otros como nosotros? ¿O perdimos la costumbre a levantar la vista y sólo ver los carteles de People’s Lodge and Restaurant, Greenview Lodge, Banaue View Inn y tantos otros que se fueron acumulando para los “nosotros”, en lo que alguna vez fue un inocente pueblo de la Cordillera? Nos sentíamos incómodos teniendo que tomar con pinzas todo tipo de acercamiento y de ver restaurantes anunciando Vegetarian meals for backpackers en un país donde el concepto de vegetarianismo es totalmente ignoto. Seguramente esa señora que le da a su hijo una brochete de embriones de pollo se pregunta por qué esos blancos con plata prefieren la insipidez de las verduras a la morbidez de un animal recién nacido, como también debe preguntarse por qué se amontonan en un mirador para fotografiar el lugar donde ella trabaja todos los días. Al poner un pie en Banaue, nosotros nos preguntamos por qué estábamos de vuelta en este lugar y por qué estábamos comiendo una vegetarian meal for backpackers.
Muchos locales se acercaban a hablarnos, pero por el tono ya nos dábamos cuenta que no era con las mismas intenciones que tanta gente que nos habíamos cruzado en el camino hasta ahora. Detrás del “Hello, where are you from?” vendría un “Do you need a guide? What are your plans for today… for tomorrow… for the week?”. Este episodio se repetiría tantas veces como Gangam Style durante el 2012, mientras seguíamos buscando un lugar para acampar….
Muy a nuestro pesar tuvimos que descartar esta opción después de un rato de búsqueda, ya que en la iglesia no había nadie que pudiera autorizar a quedarnos y, al ser un pueblo montado sobre la montaña, no había casi ningún lugar plano que pudiera servirnos de base por unos días. Caímos agotados en la cama de un dormi en la guest house más buena-bonita-barata que encontramos. Justo dio la casualidad que tenía el restaurante más popular del pueblo entre los turistas. Claro, después descubrimos que la biblia Lonely Planet les recomendaba a todos sus discípulos probar la pasta carbonara que aquí servían.
“El turismo mata” decía un grafiti en una pared de Buenos Aires y, si bien no siempre mata, la mayoría de las veces, corrompe. Corrompe la honestidad de un vendedor callejero, que ve en la plata extra que puede sacar de la transacción con un turista el equivalente a varias horas de trabajo, pero peor aún, corrompe la originalidad de un lugar, que cambia su personalidad para satisfacer la demanda del visitante extranjero.
Incómodos en este medio ambiente, empezamos a considerar la idea que nos había dicho Manuel, el trabajador que nos levantó en la ruta para acercarnos hasta acá, mientras mostraba sus dientes percudidos de color rojo por mascar moma, una mezcla de hojas frescas, bulbo de esta planta, hojas secas de tabaco y bicarbonato… “Ustedes deberían ir a Hapao, ese es mi pueblo, tenemos las mejores terrazas de arroz de la zona”.
Si tuviéramos que elegir un viaje a dedo “modelo”, ese sería uno de los nominados. No sólo que frenó y nos dio un pasaje hasta donde teníamos que ir, desviándose de su ruta para que no tuviéramos que caminar demasiado con las mochilas, sino que además nos contó los secretos de la zona, y apasionadamente nos detalló todos los beneficios de esa planta que le percudía los dientes, tal como lo haría un comerciante que intenta promover su producto en otro país. “Es mucho más sano que el cigarrillo, te mantiene despierto si tenés que manejar grandes distancias y hasta te saca el hambre”, afirmaba una y otra vez, mientras escupía en una botella el pastón formado por todos los ingredientes, que mezclados con la saliva se torna de color rojo intenso. Si lo llegan a ver escupiendo esa “bomba de pintura” en la calle, le ponen una multa instantánea de 50 Pesos, poco más de un dólar. Mientras desde el auto veíamos los carteles de “No spitting of moma here”, Manuel nos decía con su botellita en la mano “esto es porque a los extranjeros como ustedes no les gusta que la calle esté manchada de rojo”. Honestamente, nos molestaba menos ver las manchas públicas que viajar junto a su botellita de escupidas tibias.
¿Y si Manuel tenía razón?
Hay que escuchar el consejo de los locales, así que al día siguiente empacamos nuestras cosas y nos fuimos a la ruta a esperar que algún vehículo se cruzara en nuestro camino. No sería una tarea fácil, ya que es una ruta muy poco transitada y en muy mal estado, pero es la única que hay para llegar a la casa de Manuel. En estos momentos es cuando hay que tener bien presente la regla número 1 de todo aquél que viaja a dedo: por más desolada que sea la ruta, tarde o temprano siempre habrá alguien que te levante. Y cuando ese alguien aparezca, es casi asegurado que nos llevará.
Dicho y hecho. A lo lejos vemos que se acerca un camión. Nuestras caras de felicidad borraron el largo tiempo de espera. Al acercarse más vemos una cabina superpoblada, pero una caja vacía. Nos hacen seña de que subamos sin problemas, y cuando estamos entrando vemos que no viajaríamos solos: un chancho, aparentemente tranquilo, y su comida serían nuestros compañeros de ruta.
Tranquilo estaría por un rato, hasta que decidió pararse y enloqueció. La soga que lo ataba lo mantenía a poquísimos centímetros de nosotros y, de no ser por ésta, ya lo imaginábamos comiéndonos las piernas. El camino era mucho más rústico de lo que esperábamos, y el chancho que no quería sentarse se bamboleaba de un lado al otro, cayéndose y golpeándose en cada curva. Con las ruedas de auxilio hacemos una barricada para que no se nos acerque tan peligrosamente, pero esto parece ofenderlo y con su espumoso hocico desarma nuestra defensa. Afectado por el trajín de la ruta, los golpes y la soga que lo ahorca, empieza a vomitar una pasta verdosa hasta que finalmente se vuelve a acostar, pero ahora arriba de ésta. Fue un gran alivio el haber llegado, cubiertos en tierra y con las mochilas manchadas en grasa de un tuerca que rodaba por ahí.
Apenas bajamos nos vienen a hablar los locales que estaban sentados en el mirador. Cansados del efecto “Sir, what’s your plan for today?” desconfiamos de su aparente simpatía. Al vernos cubiertos en polvo y con cara de viajamos en la caja de un camión con un chancho asesino, se presenta Christine y nos invita a pasar a su baño.
En Hapao no hay guías, ni guest houses, ni centros de información turística, ni tampoco casas de souvenires. Viendo el tamaño del pueblo y las pocas dificultades que supondría alejarse de la zona poblada en busca de un lugar tranquilo donde acampar, le preguntamos si conocía algún espacio público. “Público no, es todo privado acá… pero no se preocupen, pueden acampar en mi jardín, no les voy a cobrar nada”. Viniendo de Banaue, nos costaba creer las buenas intenciones de esta señora que contagiaba sonrisas, pero unos pocos kilómetros pueden hacer mucha diferencia. Preocupada por el frío de la noche nos insistió para que durmamos en la casa tradicional de la familia que ahora sólo las visitas usaban, pero las vistas privilegiadas desde la carpa que tranquilamente podrían entrar en un libro titulado “Los 10 mejores lugares para acampar en Filipinas” nos tentaban demasiado.
Caminando por los angostos senderos que dividen las distintas terrazas nos acordamos de Batad y Banaue, y nos damos cuenta del poder del marketing para promover destinos turísticos. Seguramente así como Hapao hay muchos pueblos más esperando ser descubiertos.
Cuando el sol volvía a marcar un nuevo día de trabajo en las terrazas, nosotros nos preparábamos para otro día en la ruta, esperando que esta vez no haya chanchos, ballenas u ornitorrincos de por medio.
Cri, cri… nada de nada. Lisa y llanamente, nada. Un jeepney (que todos los que estaban cerca nos señalan para que nos tomemos a pesar de ya haber explicado a los mil y tantos habitantes del pueblo que el transporte público no era una opción para nosotros), algunos trycicles, motos, y no mucho más. Entre tantos de los que se acercan a darnos el horario del próximo jeepney y preguntarle a Dani qué le pasó en el ojo, viene una señora más interesada que el resto. “Deben tener hambre, vengan a casa a comer algo, yo les puedo preparar arroz y darles un café… no les voy a cobrar nada”, nos dice señalando su colorida casa. Parecía salida de Hansel y Gretel, su ofrecimiento sonaba falso y no queríamos arriesgarnos. “Mejor vengan a casa, comen y después yo los ayudo a parar algún auto”. ¿Por qué tan insistente?, ¿nos querría envenenar y vender nuestro pelo para hacer pelucas?, ¿querría saber más en detalle la situación del ojo de Dani? ¿qué quería? Le dijimos que no podíamos dejar el lugar por si algún auto pasaba y no muy convencida se fue. Al irse viene un jeepney, que desesperadamente señala para que nos tomemos. Estos no se van a ir más de acá, seguramente habrá pensado al ver que no cambiamos de opinión.
Cri cri… nada. Esa nada ya se había convertido en un nuevo récord de espera en el país, superando la hora. Desde la casa colorinche vemos venir a la señora insistente. Preocupada por nuestra salud nos trae un tupper con arroz, fideos y vegetales. Al principio dudamos, pero nos acordamos de Christine y aceptamos su ofrenda. Desde el almacén de enfrente nos pregunta si tenemos agua y después cruza para darnos un pan lactal que había comprado para que no muriésemos de hambre. Se sienta a la sombra junto a sus vecinos y se dedican a hablar de nosotros mientras seguramente siguen intentando entender por qué no tomamos el jeepney.
Cri cri… pasadas las dos horas y ya sentados a la sombra junto a Sra. Insistente y sus vecinos, sucedería el milagro… autoooooo, autoooooo!!!!! El auto arranca, y mirando hacia atrás Hapao nos sonríe. Nos vamos con la panza llena, un pan lactal en la mochila, habiendo amanecido con las terrazas de arroz a nuestros pies y habiendo conocido gente que nos recuerda, una vez más, que la hospitalidad es el motor de muchos pueblos.
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Buenas tardes chicos desde Sagada!
Estoy viajando llevo casi dos meses, solo por luzon, he de confesar que fuisteis parte de inspiración y ahora releyendo, cuantas cosas he vivido en mis propias carnes!
Muchas cosas han cambiado desde que este blog fue escrito, los locales han aprendido a sacarnos los cuartos con tasas turísticas barangay after barangay… y una persistencia quasi acosadora de pagar a guías turísticos allá donde vas, a demás los locales están enseñados por lo que el pasar por caja es un si, o si….
Como contrapunto, he de decir que, la cultura filipina es muy acogedora, he dormido en casa de pescadores, agricultores, en tienda de campaña… encontré a una familia que me acogió como su hijo y ahora se ha convertido en mi madre de Santa Ana!, son abiertos y curiosos… aunque sus preguntas incomoden, siempre son las mismas, y siempre finalizarán con un why??, agárrate y apáñatelas que vienen curvas!
En otras palabras Filipinos me han e señado lo mejor y lo peor, pero también me han sacado lo mejor y lo peor… quién es mejor al fin y al cabo…
Hola!!
Qué bueno que te estés tomando el tiempo de recorrer Filipinas tranquilo, porque en los pueblos a los que los turistas no van y las situaciones espontáneas son las que dejan los mejores recuerdos.
En algunos lugares, como Sagada, también vimos algo de la persistencia que contás, pero no tiene comparación con lo que pasa en los países más turísticos del Sudeste asiático. A pesar de esto y su «curiosidad incomodante», los filipinos son de los pueblos más cálidos y hospitalarios que conocimos.
Abrazo grande!
Hola Chicos, pareciera que el Banaue que describen no es el mismo en el que estuve. ¿Será porque fui a principios de junio? Las terrazas estaban vacías, no nos cruzábamos con ninguna persona y nos perdimos varias veces. Y la ciudad muy tranquila. El hostal en el que nos hospedábamos no tenía huéspedes y pudimos elegir la pieza que queríamos. Una de las mejores historias de Filipinas la viví en esas terrazas… y por supuesto volvería, pero en junio… no vaya a ser cosa que me cruce con la horda turística.
Saludos!!
Hola Lau! Qué bueno que pudieron disfrutar de Banaue tranquilos. Nosotros fuimos en febrero, debe ser por eso.
Muchas gracias por compartirnos tu experiencia 🙂
¡Abrazo!
No quiero ser aburrida diciéndoles que son geniales, pero sencillamente, son geniales! (Ustedes, los locales y los chanchos.) Espero más noticias suyas, con la ansiedad con la que una madre espera las de un hijo perdido. Besos!
Jaja gracias Tati por ser una madre más esperando novedades, te vamos a mantener entretenida!
Que hermoso paisaje! Increíble la vista que tenían desde la carpa de las terrazas de arroz. Saludos chicos!!
Genios genios y mas genios jajajaja. Che hace frio por ahí? Porque se los ve abrigados, o era para que si los atacaba algun animal mordiera primero la ropa? Jajjaja
Saludos!!
jajaja en la zona de la cordillera hace frío… o al menos para los estándares filipinos. Y ya que está, nos previene de mancharnos la piel con el vómito del chancho jajaja. Besos!
Genial Calda Dani!, exitos ! sigan eliminando fronteras, un abrazo grande
Grande gordo! A ver cuándo seguimos los viajes del masajeador en combi por Latinoamérica… abrazo!
Me encantó el relato, aunque lo del chancho da un poco de miedo!! Besos a los dos!!
Me encantó! Y morí de risa con el chochán vomitivo jajaja. Besotes guys!
Muy lindo posteo chicos! Hermosas fotos!!! =)
Cuidensen y sigan compartiendo lo que aprecian sus ojos! =)
Saludos!
Vero
Gracias Vero!! Seguiremos compartiendo más aventuras, besos!!